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Tres mujeres asturianas han impulsado la fábrica de embutido Pico de Fiel, que les permite vivir desde el pueblo y darle vida a partes iguales
Cuatro cafeteras reposan detrás de la cocina de leña en Casa Leira. Cuatro cafeteras que se ponen al fuego varias veces al día. Son las que maneja a diario Gonzalina Fernández, una de las impulsoras del proyecto Pico de Fiel, una chacinera artesanal nacida en una aldea asturiana, en Sampol, en el municipio de Boal, en un lugar al que cuesta llegar y desde el que tres mujeres han hecho famoso el que era su embutido tradicional, el de casa, el de toda la vida. Ellas han logrado con su ilusión, con sus ganas y con su buen hacer, romper con todas las barreras que las pésimas comunicaciones les imponen. No hay caleya en Asturias que sea capaz de cortarle el paso al embutido de estas muyeres, y es que sus productos, todos ellos, te vuelven a llevar a casa. Ese sabor que todos quieren, incluso si viven en un cuarto piso de una ciudad como Castellón, donde tienen clientes fijos.
Gonzalina, su nuera Manuela y su hija Patricia son las impulsoras de este proyecto, en el que toda la familia se involucró, dejando de lado otras profesiones y otros medios de vida que les asfixiaban, que no les dejaban vivir.
Recuerda Manuela los años en Gijón, cuando se pasaba la semana pensando en que llegase el viernes para poder volver a casa. “Aún tengo el recuerdo de una pareja que vino a la inmobiliaria con toda la ilusión a comprar un piso, firmaron una hipoteca por treinta años, un piso de 85 metros cuadrados que les costaba 225.000 euros, tuvieron que avalarles los padres… aquello no era para mí”. Ella, que nació en As Candaosas, un pueblín de Villayón donde se crio con sus padres y sus hermanos, y que está a unos kilómetros de Sampol; ella que salió y se formó (estudió técnico de laboratorio), pero que siempre supo que su sitio no era la ciudad. Y en Sampol se enamoró de Santi, hijo de Gonzalina, hermano de Patricia y padre de su hijo Enol, que crece feliz de una forma muy parecida a la que creció su madre: libre, rodeado de su familia y en contacto con la naturaleza. “Desde que eras pequeña ayudabas en casa, con mi madre aprendí a hacer los embutidos; los hombres se encargaban de matar a los cerdos y despiezarlos y luego, las mujeres hacíamos el resto, preparábamos las carnes, lavábamos las tripas y preparábamos el adobo y los embutidos”.
Ahora, todas ellas comparten mucho más que una tradición familiar, algo más que una empresa: un proyecto de vida en el pueblo con visión de presente y de futuro. Sin aires de grandeza, sin aspiraciones de hacerse ricas, para estas tres mujeres el lujo es vivir tranquilas y como ellas quieren; el lujo es levantarse por la mañana tomar el café de Gonzalina, repartir tarea y haber llegado al punto de no necesitar buscar clientes porque ya los tienen. Poder vivir y cuidar de sus hijos, organizarse para coger unos días de vacaciones o ir a un médico; en definitiva, vivir desde el pueblo y darle vida a partes iguales. Dice Gonzalina, detrás de su mandil de cocinera y de su amplia sonrisa, que ella nunca barajó que el negocio pudiera ir mal. “Las cosas hay que lucharlas”, concreta, mientras prepara el desayuno para todos los trabajadores de la fábrica, seis en total. Hoy, sobre la mesa, hay empanada, bollo de chorizo, rapa y se fríen filetes con patatas. En casa Leira nadie pasa hambre y la cocina es un continuo pasar de gente. “A veces también hay ensaladas”, apunta con gracia su hija Patricia.

Gonzalina había hecho un curso de elaboración de queso en la cooperativa Lensaca, acrónimo de los nombres de los pueblos Leindeiglesia, Sampol y Castrillón. “Lo organizaba la Unión de Cooperativas Agrarias del Principado, aprendimos a hacer el queso y nos animaban a emprender. Yo quería hacer algo, pero no queso. En esta casa, como en la de Manuela, toda la vida se hizo embutido y matanza, y ahí sí me veía, así que la idea aquella que era como una ilusión empezó a tomar forma”. Fue un proceso natural, una idea que empezó a rondarle la cabeza y que compartió en la misma cocina donde ahora se charla por la mañana con ese primer café.
Ahí, en la cocina de Casa Leira, se pulsa la vida, se habla de política, del tiempo o no se habla de nada, pero lo importante es que esa cocina siempre está abierta y desde ella se construye todo lo demás. Gonzalina puso la idea sobre la mesa y contó con el apoyo de todos los demás. ¿Por qué no? Su hija Patricia, que estaba agotada de la hostelería, también se sumó al carro y entre todos, con el apoyo también de Pepe y Santiago, comenzaron a pensar en cómo levantar una chacinera en Sampol. “Hicimos un plan de empresa y de mercado, nos fuimos asesorando, fuimos a ver otras fábricas del sector y convertimos el pajar de casa en una chacinera, en nuestra fábrica de embutidos”, explica Patricia.
El 8 de enero de 2008 el pajar de Casa Leira abrió sus puertas por primera vez convertido en Pico de Fiel, un nombre que no fue elegido al azar, es el nombre de unas de las fincas familiares y es también el pico que se levanta en medio del río Navia, y que obliga al cauce a dibujar un precioso meandro, encajonando el agua por un paso tan estrecho como precioso. Con las emociones a flor de piel llegaba la hora de ver cómo respondía la gente y es ahí donde el refranero español falló. “Nosotras sí fuimos profetas en nuestra tierra, los primeros clientes eran todo gente de la zona, que buscaban embutidos como los de casa. Ahora ya no se hacen casi matanzas y la gente valora mucho poder comer lo de siempre”, apostilla Patricia.
Morcilla, chorizo, lomo, botelo, chosco, androlla, panceta, costilla, salchichón, solomillo embuchado y salados; son todos y cada uno de los productos que elaboran estas mujeres en su fábrica. A las nueve y cuarto de la mañana de lunes a viernes el equipo se pone en marcha, los días pasan tranquilos, elaborando los embutidos. Patricia es más solitaria, le gusta ir a su bola con sus cascos puestos, y mientras va envasando al vacío escucha la radio o un audiolibro. Una vez que termina la jornada tiene tiempo para su hijo, algo impensable en aquellas jornadas eternas en la hostelería que tan poco entendían de descanso los fines de semana ni de maternidad.
Gonzalina está ya jubilada, y no pasa por el obrador, pero se dedica a cuidar de todos, como buena matriarca. Cocina cada día, hace el café, y mira con media sonrisa a los suyos, agradecida por el apoyo que le brindaron desde el primer día, cuando propuso en serio hacer una fábrica de embutido artesanal en Sampol. “Todo el mundo nos echaba para atrás, pero nosotros nos empeñamos y confiamos. Y aquí seguimos, felices, no podemos decir otra cosa”, y al tiempo va rellenando de café las cafeteras para servir otro turno. Ese olor a café es el olor de la vida en Casa Leira.

En los inicios ellos mismos criaban los cerdos y mataban dos cada quince días, ahora siete todas las semanas. Pero no se han movido ni un ápice de las formas en las que aprendieron a hacer el embutido en sus casas, siguen pelando los ajos a mano, echando pan a la morcilla y mantienen las proporciones de cuando ellas mismas eran aprendices del oficio. “Aplicamos lo mismo que vimos toda la vida y sabemos que a la gente le gusta que así sea. Antes se mataban cerdos en todas las casas, ahora prácticamente en ninguna”, explica Manuela.
Es jueves y hoy toca embutir 75 kilos de morcillas y colocar el salado. La monotonía no existe en Pico de Fiel, y eso hace también mucho más llevadero el trabajo; eso y que estas tres mujeres están unidas por un proyecto de vida y por el cariño de formar parte de una familia que disfruta trabajando junta, creciendo junta y celebrando junta. “Trabajamos aquí y las celebraciones se hacen aquí, si una no tiene un buen día sale un poco a fuera a tomar el aire”, explica Gonzalina, y Manuela y Patricia sonríen asintiendo.
Andan las cafeteras echando humo por detrás. Suenan dos coches. Uno es un cliente que viene a buscar productos, otro un servicio de paquetería. El pueblo de Sampol tendría mucha menos vida de no ser por este negocio, quizás estuviese casi en silencio, pero Pico de Fiel le ha dado una prórroga a la vida rural, necesaria e ilusionante. No buscan clientes, pero atienden a los que llegan, a todos ellos, y lo hacen en su fábrica y en los mercados de Boal, Tapia de Casariego, Granda de Salime, Santalla, A Caridá, Luarca, Piedras Blancas, Vegadeo y Las Vegas.
Viven donde han elegido y se dedican a lo que aman. Otros aspiran a ser ricas, ellas ya lo son. Gonzalina tuvo una idea y fue su familia la que le animó a hacerla realidad, allí, en su pueblo, en su casa, debajo de la cocina en la que lleva toda una vida cuidando de su familia y celebrando. Y se retira un momento a apagar el café, que ha vuelto a subir y a llenarlo todo de su olor inconfundible: a Casa Leira.